LA HOJA ROJA
A dos velas
Fue un aviso, eso sí, para constatar lo frágiles que somos, la dependencia que tenemos de la tecnología y lo fácil que sería acabar con el mundo que conocemos
En días como el de hoy, me acuerdo mucho de mi madre. Imagino que como cualquiera de los que hoy se sienten más huérfanos que nunca, porque a pesar de los anuncios de colonia y los ramos de flores, para mí, todos los días son ... el día sin madre. Nunca se acostumbra uno a esto y todavía me duele la sensación de que tengo que hacerle una llamada o contarle alguna cosa que no podría contarle a nadie más. Mi madre se murió –no diré lo de se fue, porque no se ha ido a ninguna parte y porque no hay que tenerle miedo a la palabra muerte- hace siete años, el tiempo que, según los expertos en obsolescencias duran las lavadoras y los matrimonios. La teoría de los septenios, ya sabe, que formuló Rudolf Steiner para ponerle nombre a la constante sucesión de cambios que se hacen evidentes cada siete años. Eche la cuenta y saque sus propias conclusiones.
En días como el de hoy, pienso en mi madre y en estos últimos siete años que la muerte le ha evitado tener que vivir. Demasiados acontecimientos históricos y demasiados cambios como para echarle la culpa a los septenios ¿no cree? El Brexit, el Covid, Filomena, el asalto al Capitolio, el volcán de La Palma, el triunfo de la ultraderecha en Italia, Austria, Hungría y Bélgica o en Argentina, la guerra en Ucrania, el genocidio interminable en Gaza, la amenaza constante de Trump, las danas, los cambios climáticos, el kit de supervivencia que nunca hacemos, la muerte de Isabel II, la del Papa y el apagón. Mucho que contarles a nuestros nietos. Porque al final de esto se trata, de ir acumulando memoria para, un día, poder decir: yo estuve allí.
Yo no estaba aquí cuando el simulacro del fin del mundo –alguien lo llamó así y me pareció la definición perfecta de lo que pasó- del pasado lunes. Vivirlo desde fuera tiene sus ventajas y vivirlo en la distancia me permitió algo que no podría haber hecho desde aquí: constatar que el refranero sigue teniendo razón y que lo poco espanta y lo mucho, amansa. A la una menos cuarto, me escribió mi hija para decirme que se había ido la luz en casa porque tenía enchufados el ordenador, el móvil y la batería externa y que lo sentía mucho –la gente joven, ya sabe, siempre es protagonista de su propia historia. Pero a esa hora, ya habían empezado a llegar noticias de lo que estaba pasando en España. Decían que el apagón era generalizado en España, en Portugal, en Alemania, en Francia… la geografía del miedo nunca tiene límites, porque todo apuntaba a un sabotaje, a un ciberataque, a un ensayo sobre la ceguera y a una catástrofe mundial. Las primeras horas fueron las peores; todos los que estábamos allí teníamos la necesidad de sentirnos cerca de los nuestros y, sobre todo, de sentirnos parte de lo que estaba pasando, y no como extraños en el paraíso. Los móviles apenas funcionaban –la sensación de ver que sólo los españoles estábamos incomunicados en un mundo hipercomunicado es terrible- y no había manera de contactar con los hijos, con los padres, con los hermanos. La vida seguía, pero nosotros nos habíamos bajado en la estación equivocada.
Y entonces, ocurrió. En los bares italianos –siempre nos quedarán los bares, estemos donde estemos- había wifi y frente al drama de la gente de Madrid, o de Galicia que intentaba, como yo, saber de los suyos, me empezaron a llegar los mensajes desde Cádiz: «lo que te estás perdiendo», «esto te daría para dos o tres columnas», «el chino de Sacramento ha vendido hasta las velas de santos», «la calle está como una feria», «a las ocho vamos a aplaudirles a los electricistas», «aquí estamos charlando con los vecinos, como cuando el Covid», «¿cómo funciona la radio?»… La radio.
La radio se convirtió en la protagonista de la tarde. La única ventana por la que entraba la luz que se había ido en todo el territorio nacional; la que estuvo informando aun cuando no había nada de lo que informar, porque –a día de hoy- tampoco sabemos qué es lo que ocurrió el pasado lunes. Fue un aviso, eso sí, para constatar lo frágiles que somos, la dependencia que tenemos de la tecnología y lo fácil que sería acabar con el mundo que conocemos.
Y también fue una manera de recordarnos que aquí, la carga siempre supera la pena, y que, de todas estas cosas no saldremos mejores, pero sí muertos de risa. Porque de todo esto recordaremos el comportamiento ejemplar de la gente, la solidaridad y las ganas de abrazar a los nuestros y de disfrutarlos. Hoy es el día de la madre, así que disfrute de la suya todo lo que pueda.