Hoja Roja
Los Miserables
Y no, no vamos todos en el mismo tren, porque todas las vías dolorosas tienen sus propias estaciones y cada apeadero sirve lo mismo para subir que para bajar
Imagino que en todas partes cuecen habas, que es un dicho muy recurrente –ya lo usaba Cervantes, para que vea que yo también sé citar el Quijote- cuando vienen las cosas torcidas. Mal de muchos, se podría decir también, que el que no se consuela ... es porque no quiere. Imagino que en todas las ciudades pasa, más o menos, lo mismo pero pongamos que hablo de Cádiz, la aldea gala del sur del sur donde la gente lleva tres mil años haciendo, prácticamente lo mismo, sobrevivir a costa de lo que sea y, lo que es mucho peor, a costa de quien sea. Es lo que tienen las ciudades pequeñas, como la nuestra, donde cada vez somos menos, nos conocemos más y ya solo van quedando las sobras del pastel. Hay que repartir, claro, pero los trozos son tan pequeños que andamos como los perros del Evangelio, esperando las migajas que se caen de la mesa.
Si no ha leído «Los asquerosos» de Santiago Lorenzo ya está tardando. No lo puedo evitar, siempre he pensado que la literatura va por delante y cada vez me interesa más como fuente de información que como deleite estético. Porque si Galdós nos cuenta cómo éramos los españoles en el siglo XIX mucho mejor que cualquier libro de historia, la novela de Lorenzo retrata a la perfección el modus operandi de este mundo que se nos ha quedado después de la gran crisis económica de principios de siglo. «Media victoria -dice Lorenzo- es que el enemigo no sepa que tú lo eres suyo. Y victoria entera es que el enemigo no sepa ni siquiera que tú existes». No me negará que es una verdad verdadera y que como tal, no tiene remedio. De «Los juegos del hambre» aprendimos que solo puede quedar uno y que hay que salir cada mañana a jugar y que las alianzas, temporales, siempre hay que establecerlas con los más débiles para garantizarnos el pase a la siguiente fase. Da igual el fin porque los medios están más que justificados y hay quien disfruta más del viaje que de la llegada.
Le cuento todo esto porque yo soy muy machadiana e intento distinguir las voces de los ecos, pero a veces es tanto el ruido que resulta agotador buscar, entre las voces la más acertada, o la menos miserable. Decía Víctor Hugo -como ve esta semana estoy de libro- : «no sabían estar sin hacer ruido, como si necesitaran la constate confirmación de que estaban presentes allí y en ese momento». ¿Lo reconoce, verdad? Es de «Los miserables». Pero también ha reconocido a muchos -y muchas- en esa cita, porque estamos rodeados de gente haciendo ruido, pegando empujones, poniendo zancadillas, simplemente para hacerse notar. Que estoy aquí, que yo fui concejal -o concejala- de Cuenca hace cuarenta años, que yo tengo contactos importantísimos, que tengo el mejor proyecto, que puedo publicar y publico y os vais a enterar como no me hagáis caso, que yo hablo de tú a tú con Fulanito, que usted no sabe quién soy yo, que qué hay de lo mío… Sí, es la hoguera de las vanidades que encendió Prometeo, robándole el fuego a los dioses. ¡Qué suerte tenemos en esta ciudad de tener gente tan importante!
Y no, no vamos todos en el mismo tren, porque todas las vías dolorosas tienen sus propias estaciones y cada apeadero sirve lo mismo para subir que para bajar. El problema es cuando nadie se baja y cada vagón se convierte en una trinchera llena de francotiradores. Uno sabe que le van a disparar, claro, lo que no sabe es el día ni la hora. Y tampoco sabe quién será el que sobreviva, por más experiencia que se tenga -que la tienen, de eso no tengo dudas- en mantenerse como un corcho, siempre a flote. Gente que gana o empata, gente que nunca pierde.
Yo soy de natural, del bando de los perdedores. A este lado de la carretera se vive mal, pero se duerme muy bien, que ya lo dijo Antonio Machado -del que por cierto se celebra ahora el ciento cincuenta aniversario de su nacimiento, por si alguna mente pensante quiere conmemorarlo- y me lo repito cada día: «A mi trabajo acudo, con mi dinero pago el traje que me cubre y la mansión que habito, el pan que me alimenta y el lecho en donde yago».
Es una manera como otra cualquiera de protegerse de la miseria que nos rodea, porque como escribió Almudena Grandes, «la miseria engendra miseria, la pobreza, avaricia y la desgracia, indiferencia» o como decía Dostoyevski -ya ve usted que hoy no se me resiste ningún palo-: «la miseria sí que es un vicio». Y en esta ciudad estamos enviciados.